Las nociones de democracia y de proceso de democratización que aquí se proponen, a las que denominaremos «integrales o multidimensionales», pretenden universalizar la noción de democracia no solo para la esfera de los regímenes políticos, sino también extendiéndola a las otras dimensiones de las sociedades humanas.
Lo que caracteriza al republicanismo, al representarse en la tradición judeo-greco-latina, es el contenido ético que se le confiere a las formas de gobierno, las que deben estar fundadas en el concepto de virtud. No está claro qué es lo que quiere decirse con este término, pero sin duda, él introduce el ámbito de la moral y de la ética en las formas políticas del poder. Entonces, orientada a estas raíces de la noción republicana, la noción de virtud nos remite a la idea de justicia, cargada con fundamentos éticos y morales.
Los rasgos republicanos más típicos que hoy se le reconocen a esta visión de la democracia integral son esencialmente tres: a) una correspondencia o correlación estrictas entre la vigencia de los derechos y las libertades humanas, por una parte, y la vigencia de los deberes y las responsabilidades humanas (asociadas a la noción de virtud cívica), por otra; b) una noción de libertad como no dominación; c) una concepción sustantiva (por oposición a procedimental) de la democracia asociada la noción de justicia (Salvat 2002, Ovejero 2004).
El derecho a elegir y a ser elegido a cargos gubernamentales por parte de los ciudadanos de un régimen democrático, otorga un papel central a los seres humanos, ya que la condición de ciudadano se predica solamente respecto de los seres humanos. Si bien no todo ser humano ha sido investido, en la historia, con la condición de ciudadano, queda claro que todo ciudadano debe ser necesariamente un ser humano. Este énfasis en la condición humana de cualquier ciudadano puede parecer una perogrullada obvia, si no fuera porque en el presente de las megacorporaciones capitalistas se ha acuñado la equívoca expresión «ciudadanía corporativa» o «ciudadanía empresarial» que confunde el significado básico de nociones centrales de la ciencia política establecidas desde los tiempos de Aristóteles.
El sufragio universal es una, entre tantas formas de establecer esa centralidad del ciudadano que, a través de ese mecanismo, expresa su voluntad soberana y constituye los fundamentos del poder del estado. En caso de que el derecho a elegir y ser elegido se extienda a todos los seres humanos, significa que la centralidad del ciudadano se convierte en la centralidad del ser humano como fuente de legitimidad y poder de los regímenes políticos.
La otra forma de establecer esa centralidad de los seres humanos en el proceso democrático, se asocia a la noción, de origen liberal, de derechos humanos. Pero, para la visión republicana en su modalidad de democracia integral, esta noción carece de vigencia efectiva y de empoderamiento eficaz, si no guarda correspondencia con una correlativa especificación de los deberes, obligaciones, compromisos y responsabilidades de los encargados de hacer cumplir aquellos derechos.
Si se acepta ese lugar central para la noción de ser humano, entonces la democracia integral debe ser una expresión a escala social de la defensa de aquellos rasgos que definen a un ser humano. Siguiendo a Aristóteles, los seres humanos poseen cuatro rasgos bastante definitorios que son objetivos y universales: a) la animalidad con sus condiciones biológico-ambientales subyacentes, b) la racionalidad moral o la capacidad y voluntad para proponerse fines y valores que pueden ser juzgados a la luz de principios éticos, c) la racionalidad instrumental o la capacidad de producir instrumentos destinados a satisfacer los fines de la vida social, y d) la «socialidad», entendida como una condición objetiva inherente a la naturaleza humana, por oposición a «sociabilidad», que es un término más equívoco y se refiere más bien a una disposición personal y voluntaria a ser más o menos sociable. Los seres humanos son animales sociales, pero la «socialidad» humana es más compleja y desarrollada que la «socialidad» de otras especies animales, y esa complejidad se expresa en el dictum de Aristóteles, de que los seres humanos son «animales políticos».
Desde luego la noción de animal político incluye la de animal social, pero lo inverso no es necesariamente cierto. Por eso, solamente los humanos en este planeta somos animales políticos. La condición de animal político es objetiva e independiente de la conciencia de quienes lo son, así como la condición de bípedo es inherente a las formas de la animalidad humana, y no porque alguien se empecine en caminar como un cuadrúpedo, modificará un elemento que ya es inherente a la condición humana.
A cada uno de estos cuatro rasgos de la condición humana (animalidad, racionalidad moral, racionalidad instrumental y «socialidad») les corresponden cuatro subsistemas sociales (biológico-ambiental, cultural, económico y político). Esta correspondencia es desde luego planteada aquí de una manera aún borrosa, y expresa no más que un bosquejo que debería ser profundizado. Pero sirve para señalar el nexo entre las cuatro dimensiones definitorias de los seres humanos y los cuatro subsistemas constitutivos de toda sociedad humana.
En suma, una democracia integral es aquella entendida multidimensionalmente como democracia postulada y practicada no sólo en la esfera política, sino también en las dimensiones biológico-ambiental, económica, y cultural. En consecuencia, una democracia de este tipo, si asume un carácter republicano, debería incluir listas de derechos y obligaciones no sólo políticos sino también económicos, biológico-ambientales y culturales. Los derechos ciudadanos deben ser empoderados mediante el compromiso y las obligaciones asumidas por aquellos dotados de poder. Con tal objeto se requiere establecer quién, cuándo y cómo asume las responsabilidades requeridas para dar vigencia a esos derechos ciudadanos.
A la noción de poder, entendida como una posición social institucionalizada ocupada por una persona, le corresponde en el otro polo la noción de impotencia social o pobreza. La noción de pobreza puede ser caracterizada como carencia de poder en algún ámbito de la vida social. Los pobres son seres humanos que tienen derechos (merecimientos o méritos suficientes que justifican pretensiones) a recibir ciertos bienes de la sociedad, pero no están empoderados por la sociedad para que esos derechos adquieran vigencia.
La pobreza es así una privación de algo que necesariamente se debería poseer. Los pobres, igual que los ricos, están en potencia de superar su pobreza cultural (por ejemplo, alfabetizándose), de superar su pobreza económica (accediendo a los recursos que se ofrecen en los mercados), de superar su pobreza biológico-ambiental (respirando aire limpio y bebiendo agua no contaminada), y de superar su pobreza política (accediendo a los derechos civiles y ciudadanos básicos). La versión multidimensional o integral de la democracia republicana se propone precisamente actualizar las potencialidades de los pobres, incorporándolos plenamente a la participación en todas las dimensiones de la vida social. Para ello deben ser empoderados, es decir, debe otorgarse vigencia efectiva a sus derechos biológico-ambientales, económicos, sociales y políticos.
El papel político del estado es fijar las reglas de juego de las sociedades humanas en todas sus dimensiones. Por lo tanto, el objeto de acción de todo estado que detenta el poder político (monopolio de la coerción) incluye el dictado de las reglas formales, legales y de curso obligatorio que determinan la dinámica de los cuatro subsistemas mencionados. Desde este punto de vista pueden entenderse las reflexiones de Aristóteles que atribuían la preeminencia de la política por encima de cualquier otra ciencia práctica.
La política en efecto es una práctica y una disciplina «envolvente», por así decirlo, que fija las reglas de juego básicas que determinan el funcionamiento de todos los subsistemas sociales y la forma en que puede establecerse la correspondencia entre ellos.
Nótese, sin embargo, que los contenidos de la cultura fijan los valores y fines de la acción humana, con lo que también la cultura alude a una práctica y una disciplina envolvente, interiorizada en los comportamientos humanos cotidianos.
Entendida de este modo, la «democracia republicana multidimensional» pone a los seres humanos integralmente considerados en el centro de los fines últimos que orientan el proceso social. Si se acepta esta humanización integral de la democracia, entonces el objetivo general del proceso democrático se asocia con la noción de desarrollo humano predicada para todo y cada uno de los seres humanos que componen la vida social.
La noción de desarrollo humano tiene un contenido conceptual debatible y posee diferentes acepciones, pero en cualquier caso coloca a los seres humanos en el centro del debate. Aquello respecto de lo cual se predica el desarrollo no son los subsistemas económicos, políticos o culturales por sí mismos, sino los seres humanos mismos. En consecuencia, nociones como desarrollo económico, desarrollo político o desarrollo cultural son puramente instrumentales e ininteligibles si no se específica su conexión con alguna noción socialmente aceptada de desarrollo humano.
Este libro ha intentado desentrañar los conceptos de poder y de dominación. Lo ha hecho en relación con la era global del tercer milenio y con el papel que en aquellos conceptos desempeña la mega-corporación transnacional en las modalidades vigentes del capitalismo actual. La contrapartida de la noción de libertad es la noción de poder. La noción de poder precede, en la esfera social, a la noción de libertad. Y la mega corporación expresa las máximas posiciones de poder ocupadas por un agente económico en la esfera de los mercados.
En el capitalismo, la noción de propiedad referida a las personas ha sido extendida por la noción de propiedad referida a las organizaciones. En las versiones liberales primigenias, por ejemplo en Locke o en Rousseau, la propiedad de los recursos se predicaba y legitimaba respecto de las personas naturales, y no de las personas jurídicas como es el caso con las corporaciones trasnacionales. En Locke la propiedad privada se legitimaba a través de la agregación de trabajo a bienes o recursos que antes estaban en un «estado de naturaleza». Esta idea asociaba también el derecho a la propiedad de los recursos con la iniciativa individual de aquellos que, mediante su trabajo, agregaban valor a dichos recursos.
También para Rousseau la propiedad se predicaba respecto de ciudadanos, es decir, de personas investidas de derechos y obligaciones. Pero en Rousseau la noción predominante original era la voluntad popular del ciudadano, que mediante el contrato social creaba el Estado. En Rousseau (2010) la noción de libertad no se acopla con la noción de propiedad, y la noción de igualdad es mucho más fuerte que en Locke, por ejemplo, cuando afirma: «Y que ningún ciudadano sea suficientemente opulento como para comprar a otro ni ninguno tan pobre como para ser obligado a venderse; lo que supone, por parte de los grandes, moderación de bienes y de crédito y, por parte de los pequeños, moderación de avaricia y de codicia» (p. 53). Hay implícita en estas líneas una apelación a la función social de la propiedad y a la noción de igualdad básica entre los seres humanos que no está presente en Locke.
En la justificación que hace Locke de la propiedad privada hay una apelación a la libertad positiva, entendida como libertad para emprender acciones económicas que, mediante el trabajo personal, agregan valor al patrimonio natural. En las limitaciones que pone Rousseau a la propiedad de riqueza hay una apelación a la libertad negativa, entendida como rechazo a la dominación. Así Rousseau está más cerca de lo que estamos denominando democracia integral y Locke más cerca de lo que hoy denominamos democracia liberal.
Pero es necesario enfatizar algo esencial: los actores del proceso económico contemporáneo ya no son las personas naturales, los seres humanos, sino las personas jurídicas, las organizaciones. Esas organizaciones han alcanzado una escala tal, que su existencia y desempeño en los mercados no puede justificarse, como hacía Locke, en la defensa de la libertad de las personas para emprender, porque esa libertad para emprender se ha institucionalizado en reglas y limitaciones al trabajo creativo, impuestas por la prioridad del lucro sobre la creatividad, y segundo, porque el poder de mercado, al irse acumulando, crea situaciones monopólicas u oligopólicas que afectan a la gran masa de micro, pequeñas y medianas empresas, mayoritariamente constituidas por personas directamente responsables de su gestión, y les impiden el desarrollo de su creatividad personal.
En estos dos autores que hemos elegido para nuestro contrapunto reflexivo, tan importantes en la formulación de las bases del liberalismo político sobre las que se fundaron las democracias contemporáneas, las nociones de libertad se predican respecto de seres humanos y no respecto de organizaciones.
En primer lugar, vale la pena proyectar una mirada histórica sobre la relación general de causalidad social entre las nociones de poder y libertad positiva, y las nociones de dominación y libertad negativa. La libertad positiva es «libertad para emprender» y se asocia con los objetivos de expansión de la burguesía industrial, por oposición a la noción de libertad negativa, que es liberación por parte del dominado, respecto de posiciones o situaciones de dominación. Esta noción de liberación, en los inicios de la Revolución Industrial, planteaba la lucha de la burguesía industrial naciente contra la opresión o dominación de los regímenes absolutistas de las monarquías apoyadas en el orden económico mercantilista. Era la lucha entre personas-ciudadanos que se alzaban frente a estados absolutistas. Era la libertad entendida como libertad negativa, es decir como liberación respecto de estructuras preexistentes de dominación.
Este lenguaje del poder y de la dominación es el que pretende examinarse con más detalle en este libro y vincularlo con las instituciones, prácticas, valores y principios del capitalismo y de la democracia.
Se puede tomar como punto de partida una situación de dominación establecida, donde es razonablemente posible determinar quién es el dominador y quién es el dominado. El quiebre de esa relación de dominación sería una liberación o libertad negativa, respecto del dominador previo. Una vez establecido ese quiebre, emerge un nuevo posicionamiento social que habilita al «ex dominado» (le concede «libertad para»): fijar con autonomía sus fines en el subsistema social donde esa relación de dominación tenía previamente lugar.
Supongamos que el dominador de la situación anterior es una corporación transnacional oligopólica que limita el radio de acción y la iniciativa de pequeñas y medianas empresas que operan en el mismo mercado, o que afecta el poder de elección o de adquisición de sus clientes. En suma, la corporación dominante comete cierto tipo de abusos (violaciones a la justicia distributiva) en su relación con los competidores y con los proveedores y clientes en su propio mercado.
Si el sistema jurídico establece una legislación de defensa de los consumidores y de los principios de la competencia justa, creando nuevos deberes, obligaciones y responsabilidades a la empresa dominante, este proceso generará un ámbito de libertad en un doble sentido. Primero una «libertad negativa» como liberación de una situación de dominación previamente establecida, y segundo, una «libertad positiva», al posibilitar el emprendimiento de nuevas opciones para las pequeñas empresas y los consumidores previamente dominados en la situación anterior. Esta transición de posiciones de poder se podrá razonablemente mensurar en los precios y las cantidades que se trancen en los mercados y en la distribución de la masa general de lucros o ganancias alcanzadas por todos los emprendedores.
Del mismo modo, esta preeminencia de las corporaciones transnacionales en la esfera de la propiedad de los recursos productivos aplicados al lucro y la acumulación, afecta la libertad de las personas y las familias al controlar los términos del contrato privado. En el caso de la concesión de créditos al consumo, los procedimientos financieros más recientes han dado lugar a incontables abusos derivados de las diferentes posiciones de poder de las partes contratantes. Los que conceden el crédito son enormes corporaciones privadas, mientras que los que se endeudan son generalmente personas de ingresos medios o bajos.
Pero las nociones de poder y de dominación no solo son explicativas respecto de los subsistemas económicos, sino que pueden usarse para entender las injusticias que tienen lugar en los otros subsistemas sociales. El ejemplo anterior, referido a la esfera económica, es especialmente pertinente en un orden social donde el poder de mercado se impone sobre las otras formas sociales del poder; sin embargo, puede ser generalizado a todos los subsistemas de la vida social. Así, el ejercicio de la capacidad de elección en el mercado es precedido por la posesión de poder adquisitivo general, requerido para transar todo tipo de mercancías; el ejercicio de la libertad en la esfera de la cultura es precedido por el poder para acceder y utilizar los medios de información, comunicación y conocimiento; el ejercicio de los derechos civiles y políticos es precedido por el poder que emana de las reglas de juego, efectivamente vigentes, del estado.
El ejercicio del poder es siempre una categoría relacional, sea que se proyecte sobre las cosas (caso en que hablamos de posesión, producción, consumo, etc.), sea que se proyecte sobre las personas, en cuyo caso hablamos de dominación.
Nunca antes en la historia humana, las formas económicas del poder y la dominación tuvieron tal gravitación en los ordenamientos sociales. No son solamente los bienes económicos, tales como los medios de vida y de producción, los que se transan de manera creciente en los mercados respectivos.
Los bienes culturales se distribuyen a través de los mecanismos de información, comunicación y conocimiento, y el acceso a dichos mecanismos está crecientemente mediado por los mercados en ámbitos tales como la educación, el arte, la ciencia, o los medios de comunicación masiva.
Los bienes biológico-ambientales también de manera indirecta adquieren precio en el mercado. Por ejemplo, el acceso al aire puro, al agua pura, a paisajes estéticos, plazas y jardines, y a otros bienes públicos similares, suele estar crecientemente mediado por mercados que racionan esas opciones.
Por último, también ciertos bienes de naturaleza política como seguridad ciudadana o administración de justicia, suelen pasar por la criba de los mercados. Por ejemplo, la contratación de mercenarios para la guerra es una forma de mercantilizar procesos de naturaleza intrínsecamente política.
En consecuencia, las formas de la dominación en esta era global pasan especialmente por la esfera de los mercados y se manifiestan de maneras diferentes a las teorías de explotación del siglo xix.
Los ejemplos más obvios de las nuevas condiciones de la dominación injusta (o explotación) tienen que ver con el mecanismo del endeudamiento en la esfera del consumo, y, más específicamente, en lo relativo a los bienes durables de uso o consumo individual y familiar.
Los consumidores tienen acceso a una enorme variedad de bienes, tanto de consumo durable como perecedero. La compra del primer tipo de bienes se funda en el uso del crédito a plazos que, por lo general, compromete sueldos que serán percibidos en meses o años futuros. Este mecanismo de endeudamiento atrapa y subordina a los deudores, a nuevos mecanismos de dominación y explotación. Este tipo de situaciones se relaciona con la crisis de las denominadas «hipotecas tóxicas» en Estados Unidos (2008) o con la proliferación de tarjetas de crédito, emitidas no sólo por la banca sino por las mega corporaciones del comercio al por menor.
Las mega corporaciones transnacionales de la presente era global, cuando actúan en la esfera bancaria-financiera, poseen una forma especial de poder conferida por su control del mercado de dinero. Como decía Schumpeter (1967) «el mercado de dinero es siempre el estado mayor del sistema capitalista» (p. 133). Sin embargo, fue Keynes, en su Tratado de la moneda, quien esclareció los vínculos entre el poder político y el poder económico en la esfera monetaria.
Aun cuando, el papel protagónico de las mega corporaciones que actúan en la esfera monetario-financiera en el ámbito de los mercados capitalistas globales es un dato esencial para la comprensión de los procesos de dominación social en el tercer milenio, seguimos aquí en el campo de los procesos particulares. En la tercera parte de este libro se efectuará un intento de teorizar de manera más general, respecto de las nociones de poder y de dominación.
Conviene establecer una generalización más amplia entre las nociones de poder y de dominación, por una parte, y las nociones de justicia y democracia por la otra. Con tal fin nos remitimos nuevamente a las nociones aristotélicas de justicia legal (o conmutativa) y justicia distributiva. La idea central que pretendemos desarrollar aquí, ya sugerida en secciones anteriores, es que las nociones de justicia legal o conmutativa nos remiten a la lógica del capitalismo, en tanto que las nociones de justicia distributiva nos remiten a la lógica de la democracia.
La democracia liberal fue revolucionaria a fines del siglo xviii precisamente porque su noción de libertad negativa estaba asociada con el quiebre de la dominación del antiguo régimen absolutista que sustentaba las formas económicas precapitalistas, y porque su noción de libertad positiva se expresaba en la iniciativa individual, dada a través de los mercados, cuya «mano invisible» transmutaba el interés Capitalismo y Democracia 87 privado en prosperidad y desarrollo públicos. Fue además revolucionaria porque atacó las formas esclavistas y serviles de la dominación en el ámbito de los regímenes laborales. En ese sentido practicó la libertad negativa como ruptura de un sistema de dominación.
Pero para los burgueses capitalistas del siglo xix, la noción de libertad positiva estaba ligada a la propiedad de los medios de producción y a los mecanismos del mercado. Era una libertad para los propietarios. Su divisa no fue en definitiva la de «libertad, igualdad y fraternidad», sino la de «propiedad privada como fundamento de la libertad burguesa». Posteriormente, con la consolidación del capitalismo, esa propiedad de riqueza se transmutó en propiedad de capital, para acumular, lucrar y crecer. Finalmente, en la era presente del capitalismo oligopólico globalizado, esa dupla «libertad-propiedad» no se predica respecto de las personas naturales que también pueden ser ciudadanos, sino respecto de esas personas jurídicas (mega corporaciones) que son las nuevas formas organizacionales del capital transnacional.
En consecuencia, hoy predomina cada vez más una forma de democracia (¿poliarquía plutocrática?) que se basa en la dupla «libertad-propiedad» y que en el campo de la filosofía política se conoce como libertarianismo, predicada aparentemente para los propietarios que son personas naturales, pero practicada como sustento para la legitimación de las corporaciones oligopólicas transnacionales que, incluso, llegan a pretender un título «honorífico» de ciudadanía empresarial o corporativa.
La otra forma de libertad es la que parte de la noción de ser humano, el único ente que en el planeta Tierra puede ser ciudadano por ser un animal político. El ciudadano es necesariamente una persona y no un mecanismo organizativo sujeto a la ficción de la personería jurídica.
En el republicanismo de raíces grecolatinas, la noción de ciudadano (y no la de propietario) es el punto de partida de toda filosofía política. Para Aristóteles una condición para ser ciudadano era la de ser libre de sujeciones o formas de dominación que le estén impidiendo el ejercicio pleno de su ciudadanía. Aristóteles entendió esto y por eso, desde su posición de aristócrata privilegiado, negó que los esclavos, los sirvientes, los artesanos e incluso, los pequeños mercaderes, pudieran ser ciudadanos plenos.
Para el filósofo griego la justicia es la práctica de la virtud frente al otro con quien se convive. Por lo tanto, para plantear la noción de justicia, toma como punto de partida la noción de virtud. En terminología moderna esto significa que él proyecta una visión institucional sobre el tema de la justicia. En efecto, la virtud, según Aristóteles, es un hábito, tiene un carácter recurrente, repetitivo. Igualmente, la práctica de la justicia (ejercicio de la virtud frente al otro) significa que los magistrados (aquellos dotados de poder como los legisladores, los jueces o los supremos gobernantes) solo pueden practicar la justicia si es que son virtuosos, y por lo tanto, pueden proyectar su virtud frente a los otros.
De manera más amplia, en una democracia ideal de ciudadanos, donde todos pueden participar activamente en el gobierno de la polis, una sociedad justa sería aquella compuesta por ciudadanos virtuosos que también serían justos al proyectar su virtud frente al otro.
Si aceptamos que las instituciones son reglas sociales vigentes (es decir, efectivamente practicadas) y, por lo tanto, recurrentes, la práctica habitual de la justicia es la práctica habitual de la virtud proyectada a la esfera social. Existe por ende un nexo importante entre la noción de virtud, la noción de justicia y la noción republicana de democracia.
Es por esta razón que Aristóteles, más allá del tipo de régimen político que se instale (monarquía, aristocracia, democracia) observa que los regímenes «buenos» exigen que los gobernantes no actúen en su propio beneficio, sino en interés de toda la polis. Es decir, exige que sean virtuosos y que practiquen su virtud frente a los otros. Establecida de este modo la noción de justicia y sus nexos con la noción de virtud, focaliza las dos formas principales de la justicia que son, como hemos señalado reiteradamente, la justicia legal o conmutativa y la justicia distributiva.
La única justicia que reconoce el capitalismo es la que se aplica a los contratos. Por oposición, la justicia distributiva es la que resulta propia de la vigencia de la democracia. Ambas formas de justicia no son excluyentes, pero, en el republicanismo como forma de gobierno, la justicia distributiva que se practica respecto de las personas, debe predominar sobre la justicia conmutativa que se aplica sobre los propietarios.
Capítulo 4 del libro de Armando Di Filippo, PODER CAPITALISMO Y DEMOCRACIA, RIL Editores 2012, ISBN: 978-956-284-912-8.-
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